Hoy, RHM Flash, el sello de Random House que publica relatos en formato digital, publica un par de historias de terror que estaba deseando que vieran la luz. Se titulan OTEL (sin hache) y La sangre del muerto. Este último tiene la particularidad de ser el primer relato serio que escribí en mi vida. Antes había escrito algunas historietas de brujas y niños que se transforman en animales, tan inspiradas en Roald Dahl que rozaban el plagio descarado, y ejercicios de redacción en clase de Lengua que enfrentaban a Góngora y Quevedo en batallas telequinéticas deudoras de Carrie. Pero superada aquella fase imitadora, La sangre del muerto supuso mi primer intento de escribir algo adulto, o lo que yo entendía por adulto en aquel entonces: a mis trece o catorce años, adultos me parecían los chicos de dieciséis que protagonizan la historia. Aún recuerdo perfectamente la noche de verano en que abrí un cuaderno sin usar del colegio y me dispuse, bolígrafo en mano, a perseguir mi carrera de escritor. Afortunadamente, esta reliquia se ha ido conservando hasta hoy, de trastero en trastero, guardada en la caja de los álbumes de cromos. Así de bien luce: ¿De dónde obtuve la inspiración para la primera gran hazaña que supone escribir un relato entero? De la tele, cómo no. Siempre he sido muy seguidor de las series de televisión que consistían en pequeños relatos de misterio con grandes giros finales, como Alfred Hitchcock presenta…, Cuentos asombrosos, o Historias de la Cripta. La que más veía por aquel entonces era esta última, que emitía Telecinco por las noches. Su cabecera sigue siendo una de mis favoritas: el sonido inicial de la verja al abrirse, los susurros que se oyen al bajar la escalera y la risa histérica del guardián de la cripta al final, me transportan aún hoy, de forma mágica, a aquellos veranos de mediados de los noventa. Y eso vale casi tanto como tener una máquina del tiempo.
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Me sigue sorprendiendo de manera genuina que, en muchas de las entrevistas que estoy haciendo para promocionar El brillo de las luciérnagas, todavía me pregunten si estoy a favor o en contra de los libros electrónicos. ¿A favor? ¿En contra? ¿Acaso es posible posicionarse al respecto en pleno 2013? Hoy en día, no aceptar la literatura digital como la realidad que es equivaldría a estar en contra de la electricidad misma, así que los que no seamos amish ni menonitas debemos abrazar este portento tecnológico que nos ha solucionado la vida a la hora de viajar en avión con varios libros encima, que nos permite acceder a títulos en su idioma original en un segundo, y que nos ayuda a descubrir a escritores independientes que quizá nunca hubieran llegado a nosotros de otra manera. Si no fuera por mi Kindle no conocería a Marc R. Soto y, creedme, el universo no podía permitir que eso ocurriera. Otra cosa es preferir el libro físico como opción personal, y entiendo perfectamente a quienes sigan prefiriendo disfrutar del olor del papel y de lo acogedor que resulta agazaparse en un sofá bajo el peso de una buena novela. Al fin y al cabo, soy de los niños que crecimos viendo La historia interminable y, al igual que Bastian escondido en el desván de su colegio, siempre entenderé la magia que puede emanar de un libro al abrir su polvorienta cubierta. Pero resistirse a aceptar el libro electrónico como una realidad hacia la que se dirige el futuro ha dejado de ser posible. Sobre todo cuando este dispositivo es también una estupenda herramienta para escritores, no sólo en lo relativo a la publicación y distribución de su obra, sino en el propio proceso de escritura. Que es a donde quería llegar con este post, a entender el lector electrónico también como herramienta de trabajo para el escritor. Un uso que no preví a la hora de hacerme con mi Kindle, pero que ha terminado por convertirse en uno de sus cometidos principales. Actualmente, todo lo que escribo pasa en algún momento por mi lector electrónico para hacer en él una lectura fresca y diferente del material. Más o menos, éste es el proceso:
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