Mi próxima novela está llegando

Cada vez falta menos para que se publique mi tercera novela. Si estamos en febrero, que lo estamos, quedan apenas unos meses para que Plaza y Janés la lleve a las librerías. Llevo trabajando en esta historia desde 2015, he convivido con sus personajes durante casi dos años, pero lo que contienen sus páginas es aún un misterio para el resto del mundo. Lo que sí puedo adelantar por fin es su título: LA CASA ENTRE LOS CACTUS. Tengo unas ganas increíbles de presentar a la familia que vive en esa casa. Un hogar lleno de amor y secretos. En sus alrededores pueden escucharse risas, pero también gritos. Quienes disfrutasteis sufriendo con lo que ocurría en el sótano de El brillo de las luciérnagas —y cada vez que leo las miles de reseñas en Amazon o Goodreads me alegro infinito de que fuerais tantos— os garantizo que volveréis a sobrecogeros y emocionaros con La casa entre los cactus. Pero de un modo diferente. Esta vez no hay luciérnagas, oscuridad ni espacios claustrofóbicos, sino un inmenso paisaje desértico en el que transcurre una historia tan dura como la roca y la arena. Tan tierna como la flor de un cactus. Tan estremecedora como la calavera de un animal reflejando la luz plateada de la luna. Compartiré más información sobre el libro en las próximas semanas y a medida que se acerque el día de publicación, pero ya iba siendo hora de hacer una presentación formal. Lectores, esta es La casa entre los cactus. La casa entre los cactus, estos son tus futuros lectores.

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Canción de amor al libro de bolsillo

En la primera biografía que escribí para enviar a RBA, la editorial que publicó El aviso, se me ocurrió incluir una frase que acabó llamando la atención más de lo que yo mismo pensaba: que no me consideraría escritor hasta que no viera la edición de bolsillo de uno de mis libros vendiéndose en un aeropuerto. Y puedo asegurar que no era ningún reclamo, ni broma, ni gracieta. Era la pura realidad. Quizá sea más lógico aspirar a que tu libro sea publicado en el formato más grande posible, con las tapas más duras que existan y superando el kilo y medio de peso, pero a mí lo que me hacía ilusión de verdad era imaginarme en el estante giratorio del puesto de prensa de un aeropuerto. Quería ver mi historia publicada en las que han sido siempre mis ediciones favoritas: las de bolsillo. Tapas blandas, páginas pequeñas, letras diminutas, portadas impactantes. Y ese olor a papel y tinta que sólo se consigue con la inferior calidad de los materiales. Pero también un olor que tengo asociado a las novelas que más he disfrutado y que siempre me recuerda al verano. Lo normal es tirar de ediciones de bolsillo cuando se viaja. Ya sea a Dénia o a Nueva York. Puede ser a Torremolinos, comprando un libro después de desayunar, de camino a la playa, con la toalla sobre los hombros y parando en el quiosco que ha sacado a la acera el estante giratorio de los libros, que ya ni gira ni nada. Así me hice yo, entre otros muchos, con Corazón tan blanco de Javier Marías y Darkly Dreaming Dexter (la novela en que se basó la serie). Heart-Shaped box de Joe Hill también me lo encontré, en su idioma original, en alguna esquina de Mallorca o Gandía. Y aquí siguen conmigo: Lo mismo ocurre con los viajes que incluyen mucho tiempo de avión, porque no hay nada mejor para sobrellevar diez horas cruzando el Atlántico, o tres horas sobrevolando Europa, que enfrascarse en las páginas de una historia que te haga olvidar lo incómodo que estás en el asiento, las ganas que tienes de que sirvan la comida, o lo lentísimo que avanza sobre el mapa el avioncito ese que va marcando en las pantallas el transcurso del trayecto. Y está claro que el libro que uno ha de llevarse a un avión tiene que ser en edición de bolsillo. A poder ser, comprado en el puesto de prensa más cercano a la puerta de embarque cinco minutos antes de la salida del vuelo. Maltratado ya de entrada por el montón de manos de viajeros que le han echado un ojo en la tienda para, al final, no llevárselo, y maltratado aún más tras meterlo a presión en el equipaje de mano. Lo mejor de todo es que acabamos leyendo esos libros de bolsillo en dos de los escenarios más idílicos que se me ocurren para disfrutar de una buena historia: en la playa, a la sombra,…

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Escribe de lo que sabes. Bueno, mejor no.

Regreso al blog tras el largo parón estival con la sensación de haber vivido uno de los mejores veranos de mi vida recorriendo Estados Unidos en coche. Algo que va a hacer mucho bien a mi tercera novela porque el verano y la carretera serán protagonistas fundamentales. Y es curioso que yo diga esto porque, desde siempre, he sido bastante reacio a aceptar una de las máximas más repetidas en cursos para escritores: “Escribe sobre lo que conoces”/ “Escribe de lo que sabes”. En manuales de escritura y cursos para escritores incipientes nunca falta dicho consejo, que acaba siendo el responsable de que muchos intentos de primeras novelas acaben convertidos en aburridos diarios o en elaborados ejercicios de documentación carentes de cosas mucho más importantes como son la trama, los puntos de giro o las emociones de los personajes. Aunque todos somos individuos únicos y bellos en nuestra propia singularidad, nuestras vidas tienden a ser más anodinas de lo que pensamos y, desde luego, mucho más aburridas cuando se ven desde fuera. Leí tantas veces ese consejo en libros de escritura y blogs de otros autores que, al principio, dudé mucho si realmente debía intentar escribir las historias que quería escribir. ¿Cómo iba a lanzarme a escribir toda una novela sobre una familia encerrada en un sótano si nunca he experimentado nada similar? Bueno, en una ocasión fingí haber ido al colegio y realmente me escondí de mis padres en el tejado, donde me quedé nueve horas hasta que pude bajar y entrar en casa como si tal cosa —curiosamente, en clase de Lengua estábamos leyendo El diario de Ana Frank, y fue esa historia sobre un encierro la que me acompañó durante la odisea—, pero siendo eso es lo más cerca que he estado de vivir algo parecido a lo que vive el protagonista de El brillo de las luciérnagas, ¿cómo iba a poder describir correctamente su encierro durante diez años? Atendiendo a la máxima “Escribe sobre lo que conoces”, muy difícilmente.

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El momento en el que escribir adquiere significado

El pasado 9 de mayo se publicó mi segunda novela, El brillo de las luciérnagas. Era una fecha que tenía marcada en mi calendario desde hacía varios meses y que señalaba el momento a partir del cual, por fin, la gente iba a poder leer la historia del niño y el sótano a la que tanto tiempo de escritura había dedicado. Y que es el momento en el que todo esto de escribir adquiere significado. Porque sólo cuando alguien lee lo escrito en la página es cuando los personajes creados cobran auténtica vida. Como los muñecos de Toy Story, pero al revés: si Buzz Lightyear podía volar por el cuarto de Andy sólo cuando el niño no le miraba, el niño protagonista de mi novela sólo puede caminar por la oscuridad de su sótano cuando alguien lee cómo lo hace. Hasta ese momento, él mismo, su padre, su madre, su abuela, su hermano y su hermana no son más que un montón de letras inertes impresas en una página. La actualidad ha querido que el lanzamiento coincida con la liberación de las tres jóvenes secuestradas en Cleveland. La realidad superando a la ficción una vez más. Desde luego nunca imaginé que mi historia de una familia encerrada durante diez años en un sótano fuera a publicarse mientras todos los diarios e informativos del país hablaban, precisamente, del encierro durante también diez años de Amanda Berry, Gina de Jesus y Michelle Knight.  La coincidencia, claro, ha sido pregunta obligada en el montón de entrevistas que he respondido durante esta primera semana de promoción, semana a la que dedicaré la próxima entrada. De momento volvamos a la ficción. Y a ese día 9 de mayo. Un jueves que esperaba con impaciencia porque la vida de la familia que yo encerré en un sótano estaba a punto de hacerse realidad en la mente de un montón de gente a la que no conozco. Hay un momento muy emocionante tras la publicación de un libro: cuando recibes la primera opinión realmente anónima. Hasta ese día, tu historia la han leído dos tipos de personas cuyo juicio debe ponerse en duda. Primero, gente demasiado cercana a ti como para darte una valoración objetiva: amigos, novias, maridos o parientes de primer o segundo grado no se caracterizan por tener el mejor ojo crítico. Segundo, gente que está involucrada contigo en el proceso de publicación de la novela, como agentes o editores, y cuya implicación puede nublarles el sentido tanto como a ti. Pero la de esa primera persona desconocida que lee tu libro desde el desapego total, esa opinión, es la que de verdad hay que escuchar. Porque a esa persona le da igual que te llames Paul Pen o Peter Pan, seas español o de China, hayas publicado o no, y le importa también un pimiento cuál ha sido el proceso de escritura, o si te ha costado más o menos esfuerzo. Y así tiene que ser. Lo que hace esa persona es abrir tu libro…

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Por qué no escribo con música

Abandonamos temporalmente la línea temática sobre el proceso de publicar para ocuparnos de un tema que atañe al propio proceso de escritura: el de la música. Debate clásico que divide a los escritores en dos grupos: quienes encuentran en los auriculares conectados al ordenador un aporte de inspiración extra, y aquellos que son incapaces de escribir mientras alguien canta otras palabras en sus oídos. Es sabido que Stephen King escribe escuchando música heavy a todo volumen, pero a mí me ocurre lo contrario. Me gusta el silencio. Mi primera novela la escribí así sin planteármelo demasiado. En la segunda, quise probar a hacerlo con música. Siendo el detonador de emociones que es, supuse que podría ayudar. Dispuesto a comprobarlo, escribí la primera parte de El brillo de las luciérnagas escuchando un loop infinito de unas cuantas canciones de bandas sonoras de películas que tengo en altísima estima: El orfanato, El laberinto del fauno, Eduardo Manostijeras y Hasta que llegó su hora. Ésta fue mi lista de reproducción durante meses: Todo el proceso de escritura de esa primera parte, e incluso las relecturas de cada día, las realicé escuchando esa música. Eran, sin duda, canciones que casaban a la perfección con la atmósfera oscura pero con toques de ternura que buscaba conseguir. En mi cabeza, las campanitas que suenan en los temas de la película de Tim Burton acompañaban el vuelo de unas luciérnagas que aparecen en el sótano donde transcurre la acción de la novela. Casualmente, ese año la ONCE decidió utilizar la misma canción de Eduardo Manostijeras como banda sonora de su anuncio de El Gordo de Navidad, y yo tenía tan asociada la musiquita a la novela, que cada vez que alguna cadena emitía dicha publicidad me convertía en el perro de Pavlov: oía las campanitas y sentía un impulso irrefrenable de ponerme a escribir: Y veo que me ocurre todavía. ¿Por qué entonces acabé cambiando de parecer? Pues porque llegó un día en que leí lo escrito en completo silencio. Y descubrí que la música en mis oídos había puesto sobre la páginas cosas que en realidad no estaban. Mi experiencia al escribir era desde luego muy satisfactoria y tan oscura y mágica como las composiciones de Danny Elfman y Javier Navarrete que sonaban en mi Spotify, pero la experiencia del lector iba a ser otra. Por lo menos hasta que se popularicen libros electrónicos con listas de reproducción asociadas a su lectura (disponemos ya de la tecnología necesaria para ello, así que sólo se trata de empezar a explotar sus posibilidades).

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