Canción de amor al libro de bolsillo

En la primera biografía que escribí para enviar a RBA, la editorial que publicó El aviso, se me ocurrió incluir una frase que acabó llamando la atención más de lo que yo mismo pensaba: que no me consideraría escritor hasta que no viera la edición de bolsillo de uno de mis libros vendiéndose en un aeropuerto. Y puedo asegurar que no era ningún reclamo, ni broma, ni gracieta. Era la pura realidad. Quizá sea más lógico aspirar a que tu libro sea publicado en el formato más grande posible, con las tapas más duras que existan y superando el kilo y medio de peso, pero a mí lo que me hacía ilusión de verdad era imaginarme en el estante giratorio del puesto de prensa de un aeropuerto. Quería ver mi historia publicada en las que han sido siempre mis ediciones favoritas: las de bolsillo. Tapas blandas, páginas pequeñas, letras diminutas, portadas impactantes. Y ese olor a papel y tinta que sólo se consigue con la inferior calidad de los materiales. Pero también un olor que tengo asociado a las novelas que más he disfrutado y que siempre me recuerda al verano. Lo normal es tirar de ediciones de bolsillo cuando se viaja. Ya sea a Dénia o a Nueva York. Puede ser a Torremolinos, comprando un libro después de desayunar, de camino a la playa, con la toalla sobre los hombros y parando en el quiosco que ha sacado a la acera el estante giratorio de los libros, que ya ni gira ni nada. Así me hice yo, entre otros muchos, con Corazón tan blanco de Javier Marías y Darkly Dreaming Dexter (la novela en que se basó la serie). Heart-Shaped box de Joe Hill también me lo encontré, en su idioma original, en alguna esquina de Mallorca o Gandía. Y aquí siguen conmigo: Lo mismo ocurre con los viajes que incluyen mucho tiempo de avión, porque no hay nada mejor para sobrellevar diez horas cruzando el Atlántico, o tres horas sobrevolando Europa, que enfrascarse en las páginas de una historia que te haga olvidar lo incómodo que estás en el asiento, las ganas que tienes de que sirvan la comida, o lo lentísimo que avanza sobre el mapa el avioncito ese que va marcando en las pantallas el transcurso del trayecto. Y está claro que el libro que uno ha de llevarse a un avión tiene que ser en edición de bolsillo. A poder ser, comprado en el puesto de prensa más cercano a la puerta de embarque cinco minutos antes de la salida del vuelo. Maltratado ya de entrada por el montón de manos de viajeros que le han echado un ojo en la tienda para, al final, no llevárselo, y maltratado aún más tras meterlo a presión en el equipaje de mano. Lo mejor de todo es que acabamos leyendo esos libros de bolsillo en dos de los escenarios más idílicos que se me ocurren para disfrutar de una buena historia: en la playa, a la sombra,…

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