Escribe de lo que sabes. Bueno, mejor no.

Regreso al blog tras el largo parón estival con la sensación de haber vivido uno de los mejores veranos de mi vida recorriendo Estados Unidos en coche. Algo que va a hacer mucho bien a mi tercera novela porque el verano y la carretera serán protagonistas fundamentales. Y es curioso que yo diga esto porque, desde siempre, he sido bastante reacio a aceptar una de las máximas más repetidas en cursos para escritores: “Escribe sobre lo que conoces”/ “Escribe de lo que sabes”. En manuales de escritura y cursos para escritores incipientes nunca falta dicho consejo, que acaba siendo el responsable de que muchos intentos de primeras novelas acaben convertidos en aburridos diarios o en elaborados ejercicios de documentación carentes de cosas mucho más importantes como son la trama, los puntos de giro o las emociones de los personajes. Aunque todos somos individuos únicos y bellos en nuestra propia singularidad, nuestras vidas tienden a ser más anodinas de lo que pensamos y, desde luego, mucho más aburridas cuando se ven desde fuera. Leí tantas veces ese consejo en libros de escritura y blogs de otros autores que, al principio, dudé mucho si realmente debía intentar escribir las historias que quería escribir. ¿Cómo iba a lanzarme a escribir toda una novela sobre una familia encerrada en un sótano si nunca he experimentado nada similar? Bueno, en una ocasión fingí haber ido al colegio y realmente me escondí de mis padres en el tejado, donde me quedé nueve horas hasta que pude bajar y entrar en casa como si tal cosa —curiosamente, en clase de Lengua estábamos leyendo El diario de Ana Frank, y fue esa historia sobre un encierro la que me acompañó durante la odisea—, pero siendo eso es lo más cerca que he estado de vivir algo parecido a lo que vive el protagonista de El brillo de las luciérnagas, ¿cómo iba a poder describir correctamente su encierro durante diez años? Atendiendo a la máxima “Escribe sobre lo que conoces”, muy difícilmente.

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El lector electrónico también sirve para escribir

Me sigue sorprendiendo de manera genuina que, en muchas de las entrevistas que estoy haciendo para promocionar El brillo de las luciérnagas, todavía me pregunten si estoy a favor o en contra de los libros electrónicos. ¿A favor? ¿En contra? ¿Acaso es posible posicionarse al respecto en pleno 2013? Hoy en día, no aceptar la literatura digital como la realidad que es equivaldría a estar en contra de la electricidad misma, así que los que no seamos amish ni menonitas debemos abrazar este portento tecnológico que nos ha solucionado la vida a la hora de viajar en avión con varios libros encima, que nos permite acceder a títulos en su idioma original en un segundo, y que nos ayuda a descubrir a escritores independientes que quizá nunca hubieran llegado a nosotros de otra manera. Si no fuera por mi Kindle no conocería a Marc R. Soto y, creedme, el universo no podía permitir que eso ocurriera. Otra cosa es preferir el libro físico como opción personal, y entiendo perfectamente a quienes sigan prefiriendo disfrutar del olor del papel y de lo acogedor que resulta agazaparse en un sofá bajo el peso de una buena novela. Al fin y al cabo, soy de los niños que crecimos viendo La historia interminable y, al igual que Bastian escondido en el desván de su colegio, siempre entenderé la magia que puede emanar de un libro al abrir su polvorienta cubierta. Pero resistirse a aceptar el libro electrónico como una realidad hacia la que se dirige el futuro ha dejado de ser posible. Sobre todo cuando este dispositivo es también una estupenda herramienta para escritores, no sólo en lo relativo a la publicación y distribución de su obra, sino en el propio proceso de escritura. Que es a donde quería llegar con este post, a entender el lector electrónico también como herramienta de trabajo para el escritor. Un uso que no preví a la hora de hacerme con mi Kindle, pero que ha terminado por convertirse en uno de sus cometidos principales. Actualmente, todo lo que escribo pasa en algún momento por mi lector electrónico para hacer en él una lectura fresca y diferente del material. Más o menos, éste es el proceso:

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Escribir contando palabras

La literatura, de toda la vida de Dios, ha sido una disciplina de letras. Obvio. Sin embargo, fueron las matemáticas las que, irónicamente, me animaron a ponerme a escribir una novela. ¿Por qué? Porque habiendo sido de ciencias hasta COU, decidí realizar una aproximación numérica a esa labor tan idealizada de escribir un libro. Antes de preocuparme por asuntos meramente literarios, quise saber a qué me enfrentaba desde un punto de vista cuantitativo. En contra del habitual rechazo que todo lo matemático genera en ambientes de letras, creo que las cosas pueden simplificarse mucho cuando se reducen a la realidad empírica e inalterable de los números, porque ellos no entienden de las interpretaciones y opiniones subjetivas tan propias de las disciplinas artísticas. Los consejos habituales que uno escucha por ahí cuando busca motivación para empezar a escribir son del tipo “escribe sólo lo que la inspiración te permita cada día”, o “escribir es un acto artístico que no se debe cuantificar”. Pero a mí ese tipo de indicaciones no me ayudaban en nada. Porque si nos quedamos mirando la hoja en blanco esperando que un torbellino de inspiración nos sacuda y nuestros dedos tecleen solos movidos por las sobrevaloradas musas, corremos el riesgo de acabar hipnotizados por el latir intermitente del cursor. Para embarcarse en un proyecto tan abstracto como el de escribir una novela, así, en general, es necesario tener algo mucho más práctico a lo que agarrarse. Más de andar por casa. Al menos yo necesitaba datos, límites, cuentas. Números. Porque aunque es muy bonito hablar de “creación de personajes” y “dotar de tema a un capítulo”, en realidad lo que uno se pregunta antes de escribir una novela es: ¿pero cuánto tengo que escribir? ¿A cuántas páginas tengo que llegar? ¿Habré acabado en 2015? Redactar un libro parece, en principio, un trabajo enorme, inabarcable. Escribir la primera y última palabra pertenecen a una misma labor hercúlea. Al fin y al cabo, estamos creando un mundo entero, gestando las vidas de unas personas. ¿Qué hay más grande que eso? Da vértigo sólo de pensarlo. Por suerte, es una sensación que puede desaparecer fácilmente si, como haría Dexter con un cadáver, descuartizamos la labor en pequeñas partes. Y es aquí donde entran mis amigos los números. Pero que nadie se asuste que no vamos a hablar de logaritmos neperianos ni integrales, sino de fracciones de las más básicas. Nivel frutería.

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Diez maneras infalibles de mejorar un manuscrito (I)

Una vez que uno escribe la palabra Fin en una novela, en realidad lo único que hace es establecer un nuevo comienzo. Por muy organizado que uno sea, por mucho que sepa desde el principio que al final la chica muere a manos del hermano gemelo de su marido desaparecido, siempre será necesario volver sobre lo escrito porque habrán ocurrido cosas que nunca se previeron y que cambian sustancialmente lo que aconteció previamente. La reescritura es un trabajo profundo en el que habrá que encajar a la perfección la secuencia de eventos, pulir las motivaciones de todos los personajes, evitar las inconsistencias en la trama y otras labores de crucial importancia de las que hablaremos en entradas futuras. Pero antes incluso de someter a nuestra novela a esa operación a corazón abierto, existe una serie de primeros auxilios que podemos aplicarle y que mejorarán su salud de forma automática. 1. ADJETIVOS, LOS NECESARIOS, QUE SON MENOS DE LOS QUE PENSAMOS Debió de ser cuando escribíamos composiciones en el colegio cuando descubrimos lo fácil que era engordar un texto a base de adjetivos. Además, por aquel entonces, la profesora incluso nos subía la nota al comprobar la riqueza de nuestro léxico. El “precioso, profundo, inmenso e inabarcable cielo azul” que mencionábamos en nuestra redacción nos hacía aún más merecedores del Progresa Adecuadamente. Pero como ya no estamos sentados en un pupitre sino en un escritorio Expedit, se acabó lo que se daba. Adjetivos, los justos. Y nada de frases como “el frío y morado cadáver estaba hinchado”. Tres adjetivos en siete palabras no es un buen ratio, y menos cuando son adjetivos que ya se presuponen al nombre al que acompañan. La sencillez es siempre nuestra aliada. Siempre. Por lo menos hasta que seamos Javier Marías y hagamos con las oraciones lo que nos dé la gana. De momento, un único adjetivo bien puesto, basta. 2. QUITAR TODAS LAS PALABRAS QUE ACABEN EN -MENTE Bueno, y que sean adverbios, claro. Que nadie comience a cambiar la palabra mente referida a la potencia intelectual del alma de su personaje (lo de ‘potencia intelectual del alma’ es la definición que acabo de ver que la RAE ofrece para dicha palabra, qué bonito). A lo que iba, algo tan sencillo como utilizar la herramienta Edición > Buscar de Word para localizar todos los adverbios acabados en -mente que hayamos usado, elevará la legibilidad del manuscrito unos cuantos puntos. ¿Qué hacer con ellos? Borrarlos. La mayor parte de las veces, se puede. El mero contexto, si hemos hecho bien nuestro trabajo, evita la necesidad de redundar con un adverbio. Si estamos describiendo la huida de un ladrón que acaba de robar un banco, no nos hace falta aclarar que giró la llave del coche nerviosamente. Ni rápidamente. Ni frenéticamente. Las sirenas de la policía, el sudor que resbala por su frente, la respiración entrecortada y las manos temblorosas ya nos dejan claro que la huida es rápida, frenética y nerviosa. No hace falta más. Lo mismo ocurre con…

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